Estoy a punto de crear una fundación que preserve y potencie el oficio de chapucero, cuyo proceso de extinción ha discurrido paralelo al de la birrocha común. Y escribo chapucero con reverencia al referirme a aquellos personajes de la vieja estirpe, sin oficio definido pero verdaderos maestros en resolver todo tipo de problemas con creatividad e inteligencia emocional. Su desaparición supondría una gran pérdida para la humanidad.
Ahora, te gotea el grifo, no te cierra una ventana o tienes que instalar un timbre y cualquier profesional de diseño te pedirá antes de moverse que le envíes un burofax con tu declaración de la renta. Puede que incluso te aconseje que cambies el baño entero, pongas ventanas de PVC o te traslades a un piso en donde funcione el timbre. Cualquier chapucero te habría resuelto todo eso en un pispás.
Además, a medida que el oficio se extingue, las chapuzas se reproducen y crecen como los conejos cuando falta el zorro. Por ejemplo, al museo Guggenheim –la joya de la corona de Vasquilandia– le alicataron la tejavana con titanio de misil pero, a los dos meses, ya tenía goteras. ¿Y quién les soluciona eso, el servicio de Buenas Noches?
El único remedio que conozco tal y como está el percal es aprender a vivir con ellas, porque la última vez que llamé a un carpintero porque cojeaba la pata de la mesa estuvo a punto de denunciarme por gastar bromas por teléfono. Y eso que habíamos hecho la mili juntos. Será cabrón.
Josetxu Rodríguez
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