MÁS contento que Boris Izaguirre con un lápiz de labios, mi colega se compró un adosado en un pueblito de Cantabria. Cuando le enseñaron los planos se le hizo la boca agua: todos con sus ventanitas de colores, su chimenea en el salón, la barbacoa de diseño modelo Beverly Hills, y el terrenito lo suficientemente grande para ubicar el manzano, los enanos de piedra y una pequeña huerta. Él siempre había soñado con tener una huerta y firmó el papelerío sin pestañear.
No habían terminado de poner el tejado cuando le llegó la noticia de la paralización de las obras porque el constructor había intentado llenar sus arcas edificando en un terreno que no era suyo, ni siquiera del término municipal donde se asentaba la urbanización. Según los planos que le enseñaron en el juzgado, su sala quedaba en Argoños, la cocina en Noja y el dormitorio en Arnuero, lo que le hubiera obligado a empadronarse en tres pueblos a la vez.
No obstante, la responsable de la inmobiliaria le dijo que no se preocupara, que iba a hablar con su marido, que era el alcalde, para que le comentara al constructor, que era su cuñado, que solucionara el problema cuanto antes.
Y así ha sido. Mi colega ha tenido que pagar algo más, pero ya tiene huerta, aunque ahora le dicen que el terreno que ha comprado va del suelo hacia arriba y no del suelo hacia abajo, por lo que no puede hacer un garaje subterráneo. Mi colega es valiente, pero le han metido tanto miedo que sólo se atreve a plantar tomates, pimientos y bainas, todas ellas plantas aéreas. En su huerta, las patatas, zanahorias y puerros están prohibidos ante la amenaza de una denuncia por apropiarse del subsuelo o algún tipo de impuesto desconocido.
Josetxu Rodríguez
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