Conociendo la mala leche que le canta a la susodicha puedo aventurar que en sus conclusiones aparecerá subrayada con rojo la frase «inversamente proporcional».
«Cuando los veo –dice– me pregunto qué pinta un Range Rover con defensas anti-rinocerontes, dirección asistida vía satélite y depósito de agua potable pilotado por un agente de seguros que viaja desde su adosado de Getxo a su oficina en Bilbao. Sabía que recolectar pólizas era difícil, pero no que había que perseguir a los clientes a recónditos escondites transaharianos».
No sé si su investigación sentará cátedra y acabará estudiándose en las facultades de Sociología o, por el contrario, quedará inconclusa después de que esta infeliz sea engullida sin querer por algunos de esos mamotretos, pero el caso es que, desde que me contó sus penas, yo también me he fijado en la inusitada proliferación de estos “4x4” que parecen sacados del rallye París-Dakar. La pregunta es inevitable: ¿Por qué los móviles más caros son cada vez más pequeños y los coches lujosos cada vez más grandes? ¿O será que quienes suspiran por poseer un vehículo enorme lo hacen para compensar que ya tienen algo extremadamente pequeño? Y aunque sea así, ¿merece la pena el desembolso?
Josetxu Rodríguez
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