Es un enigma envuelto en un misterio y encerrado dentro de una incógnita. ¿Por qué no vemos a nadie comiendo palomitas por la calle, en los parques o en los bares y, sin embargo, vas al cine y cada espectador se sienta frente a un cubo repleto de maíz que a duras penas le deja ver la pantalla?
Al verlos, cualquier viajero no perteneciente a la órbita del We can podría pensar que comer palomitas es una actividad de tan mal gusto en Occidente, que sólo puede hacerse en la oscuridad. En Singapur te arriesgas a pasar un fin de semana en el calabozo si te descubren masticando chicle en el cine, ese turista poco instruido podría pensar que aquí corres el mismo peligro si te pillan engullendo palomitas en la calle.
Es una actividad irracional, poco dietética y cara, muy cara. Si las palomitas fueran parte de la cesta de la compra, en este país el IPC habría tocado techo, ya que su precio se incrementa en un 500% con sólo traspasar la puerta de la sala.
No es de extrañar que los adictos se hayan rebelado y acudan con bolsos repletos de vituallas para eludir los aranceles cinematográficos. Las salas han intentado impedirlo, pero hay un reglamento por ahí que permite consumir en los cines alimentos del exterior siempre que dentro se vendan otro similares. La batalla sigue abierta y de ella depende el futuro de la industria del ramo, que en estos momentos más que una fábrica de sueños es una distribuidora de mazorcas. Eso sí, siempre les queda la posibilidad de dar la vuelta a la tortilla y proyectar películas gratis a cambio de consumir su catering. E incluso, alquilar barbacoas para quien lo desee. Es una opción. Mientras, resignados, los amantes del cine esperaremos el desenlace de la batalla frente al DVD.
Josetxu Rodríguez
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