ES una guerra psicológica subliminal y
persistente. Desconozco cuándo empezó, pero ahora que soy consciente de
ella veo sus efectos devastadores por doquier. Al principio fue una
ligera sospecha, un cierto desasosiego. Pero un día, tras salir del
lavabo de un restaurante, un chispazo neuronal hizo que todas las
piezas encajaran. Nos están amansando, degradando, convirtiéndonos en
insignificantes objetos humanos. En aquel retrete oscuro lo vi todo
claro.
Descubrí por qué los sensores de presencia se apagan en un par
de minutos, obligándote a realizar tus necesidades biológicas entre
tinieblas; o por qué el funcionario te deja con la palabra en la boca
para atender su twitter en el móvil. Es un auténtico bullying social
organizado. Todo está pensado para humillarte, para que te difumines
como entidad respetable, para bajarte la autoestima.
El fin es
convertirnos en epsilones, la casta más baja de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, tan utilizables como prescindibles. Nos preparan para que
asintamos sin padecer, entes amedrentados y sin derechos a quienes les
da igual que les cambien la Constitución o les alarguen la vida laboral
dos años. Si mañana nos colocaran a dedo un tecnócrata de presidente
como en Grecia o Italia, algunos ni se darían cuenta del cambio.
Están
tan cerca de conseguir sus últimos objetivos que hasta las compañías de
servicios te obligan a conversar con una voz informática, demostrando
con ello el nivel que ocupas en su sistema de valores. El mismo que una
máquina parlante. ¡Indignaos!
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