HA vuelto la tartera. Más sofisticada, eso sí, pero tartera al fin y al cabo. La tartera es un símbolo, como la hoz y el martillo, el yugo y las flechas o el orinal y el seiscientos. Y con ella vuelve un modo de vida que creíamos superado, con apuros para llegar a fin de mes, jornadas interminables y “lo que usted diga, señor Agirre”. Cuando la tartera entra por la puerta, el estado del bienestar sale por la ventana. Se acabó la comida reposada, la siesta y la conciliación familiar. Ahora somos europeos en crisis y, mientras los brokers de la city londinense abren sus tarteras con forma de maletín para extraer un triste sandwich de chopped pork y luego se vuelven a cazar dragones asiáticos, nosotros las llenamos de filetes empanados y pimientos verdes, dando a nuestros centros de trabajo una atmósfera de comida campestre al borde de un río o un abismo. Más tarde, seguimos buscando por internet un trabajo donde paguen las horas extras.
Hoy, en los grandes bancos, en las empresas de alta tecnología e, incluso, en la Diputación foral, Olimpo del funcionariado, flota un aroma inconfundible a vainas con patatas que demuestra que en todos los sitios cuecen habas y que ya no podemos permitirnos el lujo de ir a comer a casa, no vaya a ser que a la vuelta haya otro individuo con tartera en nuestro puesto.
La tartera es más fiable que el Ibex. Cuando sube el número de tarteras, baja nuestra confianza en el futuro. Ya sólo falta que vuelva el botijo para entrar por la puerta grande en el siglo XIX.
Josetxu Rodríguez
No hay comentarios :
Publicar un comentario