jueves, 6 de mayo de 2010

¿Por qué suben al Annapurna?

 

ESA es la pregunta repetida ayer una y mil veces tras conocerse que el Annapurna, uno de los catorce ochomiles más peligrosos, se había cobrado la vida del montañero Tolo Calafat y lo había sepultado bajo su manto blanco. ¿Por qué suben? ¿Para qué se arriesgan si tienen familia e hijos? ¿Por qué no se dedican a pintar óleos? Supongo que es difícil de entender para quien no ha experimentado nunca el placer que produce esa mezcla de épica, sufrimiento y compañerismo, tan adictiva para los alpinistas de élite y para los que aman la montaña. Suben para superarse, algunos para encontrarse y otros para perderse. Y parten sin mirar atrás, en el mejor de los casos para concluir su aventura con la frase de Diemberger: Hemos realizado nuestro sueño... pero hemos dado todo lo demás a cambio. Las palabras de Tolo recordando a sus hijos de uno y ocho años cuando vislumbraba su fin son conmovedoras y dan idea de lo que se estaba jugando en el intento. Todo alpinista sabe que de cada diez que suben al Annapurna, sólo ocho bajan, y el montañero mallorquín ha pagado el tributo. Ahora queda en el aire la polémica estéril y recurrente: ¿es justo que se jueguen su vida y la de los demás? Yo me hago otra: ¿por qué le vamos a pedir a los himalayistas lo que no exigimos a los practicantes de otros deportes de riesgo, a los toreros, a los conductores con una copa de más, a los fumadores, por poner sólo unos ejemplos? Puesto a elegir, prefiero a quienes se arriesgan por tocar el cielo con los dedos.
Josetxu Rodríguez

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