domingo, 12 de septiembre de 2010

Elogio del uniforme


SON las 8.30 de la mañana y la niña, después de plancharse el pelo con una tostadora de mano, va a llegar tarde a clase porque no sabe qué ponerse. Es decir, que como está nublado, el color de la blusa no le combina bien con el pañuelo de cuello. Además, no quiere ir con pantalones y me pregunta si le quedan bien los leggings con los zapatos de bailarina. ¿Los leggings? ¿Qué son los leggings? La niña hace preguntas enigmáticas cada mañana y no hay que contestarle con precipitación para evitar confundirlos con unas polainas y llegar a clase pasado el recreo. Intento explicarle que la ropa es para protegerse del relente y debe ser elegida teniendo en cuenta la meteorología y no el espectro cromático del universo. Vamos, que no creo que unas polainas abriguen más por ser de color malva o una blusa por llevar monigotes pintados de Custo. Pero es difícil de convencer y, además, no me oye porque está colocándose una decena de pulseras que le hacen sonar como un saco de cascabeles. 
Son las 8.50 y aún no hemos salido. Mientras espero, pienso en todos esos escolares que asisten a clase con uniforme: el mismo jersey, la misma falda, el mismo pantalón, y a otra cosa, mariposa. Seguro que les ha dado tiempo de desayunar y hacer los deberes mientras mi niña con el pijama de ositos reconstruía su imagen de preadolescente. Por un momento calculo la cantidad de tiempo que ahorraríamos si todos fuéramos uniformados. ¡Como que me están dando ganas de comprar un traje y una corbata!

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