martes, 29 de abril de 2008

El cura volador

Adelir, antes de perderse para siempre

EL sacerdote brasileño Adelir Antonio de Carli no conseguirá aparecer en el libro Guinness de los récords, tal y como era su intención cuando se ató a un millar de globos de cumpleaños llenos de helio y se dejó llevar, pero, a cambio, recibirá mi voto incondicional como candidato al premio Darwin.

Este galardón, generalmente entregado a título póstumo, reconoce la labor de todos aquellos individuos que han hecho un favor a la Humanidad al morir de forma extravagante y sin dejar descendencia que pueda propagar el gen de la estupidez. El sacerdote cumplía, o debería haber cumplido, las dos condiciones.

Adelir Antonio de Carli, cuyo cuerpo no ha aparecido aún cuando escribo estas líneas, realizó un veloz ascenso hacia los cielos con las únicas medidas de seguridad de un par de teléfonos móviles y un localizador gps que no sabía utilizar. Siete horas después realizó un último contacto para decir que el viento le había arrastrado mar adentro. A partir de ahí los acontecimientos se precipitan, y tras precipitarse, es de suponer que el religioso volvió a ascender al cielo, está vez para siempre.

Solo recuerdo un par de candidatos a los premios Darwin que podrían hacerle sombra. Uno de ellos el difunto Patrick Stiff, quien competía con sus amigos para ver quién se retiraba el último de la vía del tren... y ganó. Otro, el alemán que intentó acabar con los topos de su jardín por medio de dos cables unidos a una torreta de alta tensión y dos días después estaba haciéndoles compañía bajo tierra.

Aprovecho unas palabras de Einstein para agradecer a estas personas su aportación a la selección natural de la raza humana: "Sólo dos cosas son infinitas, el universo y la estupidez humana, y de lo primero no estoy seguro".

Josetxu Rodríguez

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