Durante años, los parques temáticos de Disney han fumigado las calles con olor a palomitas para excitar el apetito de sus pequeños clientes. Lo he denunciado en más de una ocasión, pero todo el mundo me tomaba por loco. Sobre todo, tras comprobar que mi hija posaba junto a Mickey Mouse con una mascarilla embadurnada con Vicks VapoRub para contrarrestar el temible efecto consumista de esos centros de perdición.
Esta práctica se ha extendido como una mancha de aceite y es más dañina que las hipotecas basura. Cualquiera pudo comprobarlo la pasada Aste Nagusia en las barracas, donde miles de incautos, además de pagar el viaje de 30 segundos a precio de paseo espacial, cayeron bajo los efluvios del perrito caliente y se dejaron en el mostrador casi la mitad de la paga de julio. Si me libré del timo fue porque tuve la precaución de colocarle a la infanta un collar de ajos que noquearon su pituitaria, ya de por sí aletargada irreversiblemente por el mentol.
El ser humano memoriza siete veces mejor lo que huele que lo que ve y hasta ahora la publicidad había obviado este sentido. Eso se acabó, la guerra se ha generalizado y los publicistas anuncian que bancos, compañías de teléfonos móviles o supermercados nos hipnotizarán con aromas que nos dejarán indefensos ante sus productos. Del «Algo huele a podrido en Dinamarca» hemos pasado sin darnos cuenta a preguntarnos ¿A qué huelen las nubes? ¿A qué? A IPC.
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